En el fluir del presente, anida la búsqueda eterna.
En el jardín de nuestra mente, las flores de la virtud brotan naturalmente, pero también las espinas de la ignorancia se alzan. En un baile eterno entre lo luminoso y lo oscuro, somos libres para elegir en qué tierra sembrar nuestras semillas internas.
Las aguas turbulentas de la vanidad yacen sobre la calma de nuestro ser auténtico. Como hojas flotantes en el río de la vida, pueden alejarnos de nuestro curso genuino. Sin embargo, si observamos atentamente, descubrimos que estas aguas son solo un reflejo pasajero de las nubes que cruzan el cielo de nuestra consciencia.
La enseñanza zen nos susurra que la felicidad no reside en la caza desesperada de placeres fugaces, sino en la sencillez de hacer el bien y vivir en la verdad. En cada acto, en cada pensamiento, en cada respiración, la oportunidad de regresar a la esencia pura de nuestra humanidad espera pacientemente.
Abrazar la belleza que se esconde en la simplicidad de una flor que se mece con el viento o en el trazo de un pincel sobre un lienzo vacío es abrazar la esencia misma de la vida. Cada obra de arte, cada momento de atención plena, nos guía hacia la comprensión de que todo lo que necesitamos ya está aquí, en este instante.
En la quietud de la meditación, en la danza tranquila de los pensamientos que vienen y van, somos testigos de nuestra verdadera naturaleza. A través de la práctica, descubrimos que no somos los pensamientos, ni las emociones, ni las circunstancias; somos la conciencia que los abraza y los deja partir.
En el camino medio, aprendemos que la búsqueda del bien, la verdad y la belleza no es un camino lineal, sino un círculo perfecto que nos devuelve a nosotros mismos una y otra vez. En cada vuelta, nos acercamos un poco más a la verdad silenciosa que yace en nuestro corazón, una verdad que no necesita ser definida con palabras, sino sentida con la totalidad de nuestro ser.