EL SECRETO DE LA MEDITACION...


Esa mañana fresca de Diciembre cantaban los pájaros danzando sobre las copas de los árboles en el cielo maravillosamente azul de las selvas que rodean a los Himalayas. Todo era un canto a la vida. La sonrisa de Dios parecía esplender en las corolas de los lotos, en las rosas chinas, en los níveos jazmines.

Solo, vestido con la túnica de la más límpida felicidad, Krishna, el Maestro, sentado a la orilla del río, contemplaba sonriente los pasos de danza de las olas azules, que iban en su peregrinaje milenario a abrazar el mar, más allá de la bahía de Bengala.
Sonreía el Maestro Krishna, y todo el Universo sonreía con él. El vuelo de los pájaros era armónico, puesto que copiaban la sutil armonía de sus pensamientos, y si latía el corazón de las cascadas cercanas, lo hacían al ritmo de su corazón donde anidaba la alegría, fruto celeste de la purificación.

Su discípulo Shante, que lo contemplaba embelesado, le dijo acariciando con reverencia la sombra de su divino cuerpo:
“Donde estás tú, Maestro, mora misteriosamente el espíritu del contentamiento. No sopla el viento como de costumbre: él compone himnos y entreteje desconocidas notas a tu alrededor. Todo cambia cuando se halla en contacto tuyo”.
“¿Cuál es tu secreto? ¿Seré merecedor de que me lo enseñes alguna vez? ¿Cómo es posible que todo se convierta en canto y poesía a tu alrededor?”

Sonrió el Maestro, y poniendo su brazo sobre los hombros de su discípulo arrojado a sus pies, le respondió:
“Hijo mío, cuando era joven como tú, el Maestro más sabio del mundo me enseñó el secreto de los secretos, que es corona de toda vida espiritual. Me hizo perito en la más divina de las artes, que es el arte de la meditación”.

Ansioso, su discípulo, ansioso y supremamente interesado, sentóse frente a su Maestro asumiendo la posición de Padmasana, esto es, cruzando las piernas en posición de reverencia, de entrega al Sendero. Luego, con voz anhelosa, le preguntó:
“¿Cuál es esa técnica, Maestro? Porque es una técnica, ¿verdad? ¿Qué métodos te dieron? ¿Qué conocimientos te impartieron? ¿Qué profundas disciplinas estudiaste para llegar al fondo de ese abismo insondable, de ese inmenso secreto de la perfecta meditación? ¡Dímelo Maestro, por favor! ¡Dímelo! Hace ya demasiado tiempo que soporto la cojera de mi mente. Vacilantes sus pasos, cubiertos por las sombras de las imperfecciones, se da a caminar por los senderos de la Búsqueda Interior, pero lo hace imperfectamente. Cuando ella desea darme de beber el agua de la sabiduría, ni una gota llega a mi alma, ni una sola. ¡Ay! Porque antes de llegar a mis labios el agua se pierde en los abismos de sus innumerables resquebrajaduras. Dime pues, el secreto de la quietud. Tú que has logrado develar el misterio que nos lleva hacia ella, el sagrado misterio de la perfecta meditación”.

Krishna escuchó por un instante el maravilloso canto de los ruiseñores. En la brisa flotaba el perfume de la champaka.
“Te contaré un cuento”, le dijo a su discípulo, y agregó luego: “prepárate a escucharlo con el oído de tu corazón, porque lo que a él llega se convierte en semilla de vida. Nunca lo olvides”.

Había una vez, en una aldea, perdida en las selvas que se alzan más allá de la carretera de Rajapur, siguiendo el camino de Dheradún, había una vez, como te digo, un joven que deseaba con todo su corazón, ser violinista. El sonido de este instrumento, la música elaborada por cada una de sus cuerdas lo sumían en éxtasis. Él había tenido la oportunidad de escucharlo cierta noche en que unos gitanos acamparon en las afueras de su aldea. Uno de ellos –
precisamente el que tocaba el violín– había decidido permanecer en ese lugar por algún tiempo. Y así, despidiéndose de todos sus compañeros, quedó solo en el camino, viendo cómo la caravana de gitanos se alejaba. Buscó asilo en un Dharmasala. Al día siguiente, encontróse con una sorpresa: alguien había dormido en los umbrales de su puerta durante toda la noche, alguien muy joven, alguien que tenía el gran sueño de ser como él, un violinista. Comenzaron a hablar. Caminaron juntos, y así, el gitano, pudo enterarse de las aspiraciones del joven. Pero, es claro, el gitano ya no poseía su violín, abandonado en una de las carretas que siguieran su marcha la noche anterior.

“¡Qué pena!”, dijo entonces al joven. “No tenemos el instrumento. ¿Cómo haré para enseñarte lo que me pides?”
“Explíqueme Maestro, siquiera la técnica, el modo de tocarlo. Hábleme sobre él. Y yo trataré de memorizar y aprender todo cuanto me diga”.

Y así, durante días, semanas y meses, el gitano explicó una y otra vez al joven, métodos, teorías, sistemas, técnicas, sobre el ansiado violín, al que ninguno de los dos poseía. Así fue cómo, con el tiempo, el joven escribió libros, hizo dibujos, explicó métodos para tocar el violín, pero, es claro, todo su conocimiento era teórico... teórico porque el desdichado muchacho nunca había logrado tener
ese instrumento, y así hubo de conformarse con ser un erudito en innumerables técnicas. Luego de algunos años, el gitano se marchó para reunirse nuevamente con su caravana. Pasado algún tiempo los gitanos regresaron al pueblo donde residía el joven enamorado de la música, y éste volvió a extasiarse una vez más con el maravilloso sonido de ese instrumento. Ahora iba envuelto en la capa de su orgullo, y llevaba entre sus manos el cuenco oscuro y colmado con las aguas turbias de su erudición. Esta vez, se acercó a la caravana, y saludó a su Maestro. Las manos de este último danzaban armónicamente sobre la cuerdas del violín. Cada uno de sus dedos era un ángel diminuto donde cantaban melodiosamente, voces celestiales. Al finalizar su concierto, el joven pidió a su Maestro que le prestara el violín.

“Ahora podré tocarlo”, se dijo. “Ahora podré hacerlo porque durante años aprendí sobre su técnica, y conozco toda la metodología para poder lograr que cante entre mis manos”.
Es claro que por mucho que insistió, ninguna melodía pudo descender hasta su violín: sólo ruidos opacos, sin gracia, estridentes, salían al frotar el joven las cuerdas con el arco. Desesperado, puso en práctica lección tras lección, en fin, todas las lecciones que aprendiera con su Maestro, el gitano. Pero el instrumento no le respondía. Intentó una y otra vez hasta el cansancio. Nada pasaba. Seguían las estridencias. Entonces, en el colmo de su dolor, lo depositó sobre una mesa, y abrazándose a los pies de su Maestro, lloró desconsoladamente.

“Es que mientras aprendías a tocarlo”, le dijo su Maestro, “te faltaba lo principal: el violín. Carecías de un violín para aprender a tocar el violín, y así, hijo mío, te llenaste tan sólo de lo único que yo podía ofrecerte: una multitud de teorías”.

“Aquí”, dijo Krishna a su discípulo Shante, “aquí, hijo mío, termina la narración y ella posee un simbolismo. El violín representa el Amor a Dios, y todas las técnicas y métodos que el gitano entregara a su discípulo es símbolo de los innumerables libros que por miles, se editan cada año sobre las técnicas y métodos acerca de cómo meditar. Si el Amor a Dios no esplende en tu corazón, por mucho que enseñe el gitano del intelecto a la niña de tu mente, ésta no podrá madurar en conocimiento. Aprende, Shante, que el secreto de los secretos de la auténtica meditación consiste en hacer de tu corazón una perenne música donde sólo resida el Señor. Cuando tu corazón, como te digo, sea Su instrumento, cuando todo él sólo cante las glorias del Padre, entonces, hijo mío, rebosarás en alegrías y contentamientos... No cabalgarás ya el negro corcel del ego Todo tú, convertido en luz, en luz de Amor al Celeste, de entrega al Celeste, de sumisión a la Voluntad del Celeste, podrás transformarte en canto. Recuerda siempre: mientras no despierte el Amor a Dios en tu corazón, no habrá música en tu alma. Toda meditación que realices sin él, será un fraude, un nuevo desasosiego, una nueva desilusión. No hay escuelas, no hay maestros, no hay libros que puedan enseñarte a meditar si tu corazón no se deja bendecir por las manos del Señor. Quien no ama a Dios, hijo mío, puede olvidarse de la meditación. Se evitará muchas desazones, como te dije, muchas desilusiones. Así pues, Shante, contempla los Himalayas, el canto del río, el vuelo de los pájaros. Comienza a amar a Dios en lo único que eres capaz de ver: su Gran Ilusión, su maravillosa Ilusión, y luego podrás ascender y llegar a la cumbre donde habita el Ser. Tú y el Ser serán Uno, pero
recuerda, sólo a través del Amor...”

Y volvió a repetir:
“Sólo a través del Amor”.

- Texto: Cuento de Ada Albrecht extraído del libro “Cuentos para el Alma”.

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